No
estamos en un tiempo único. Vivimos como si este fuese el momento exclusivo que
la historia nos ha regalado. El resto, pareciese que fuera un cuento con protagonistas
inertes que viven en la fantasía de un pasado que fue de otros. Pero si pisamos
un suelo hecho de pedazos de vida, de ilusiones y glorias, de enfrentamientos y
guerras, de canteros labrando la piedra y armando las estructuras a riesgo de
su vida, entonces comprendemos que solamente somos chispas de estrella en un
mismo espacio compartido.
Nos
agobiamos porque no logramos expandir nuestra visión más allá del pequeño
círculo que rodea nuestro ego. Creemos que el mudo que tenemos es el único
posible, que apenas hay vida más allá de esta vida del día a día, que nuestros
problemas son los más grandes y que nuestras pasiones las más dañadas.
No
tenemos conciencia histórica de lo que sufrieron los que nos precedieron para
que otros gozasen. De lo dura que fue la vida mientras se levantaban los
monumentos que hoy admiramos y de las penurias de muchos que acompañaron a las
victorias de unos pocos.
Y
ahora, delante de nosotros mismos, desconocemos que resumimos todos esos
padecimientos en una simple y diminuta muestra de nuestro ADN.
Nuestro
cuerpo, nuestra sangre, nuestra alma tienen memoria. Nosotros, no. Por eso
cuando estamos dentro de una basílica o una catedral algo conecta con lo humano
que hay en ella, algo que va más allá de lo divino presente; algo que rezuma
cada muro, cada capitel o cada vidriera.
Hay un cordón finísimo que nos une con un
pasado y a un futuro del que somos el último eslabón de la siguiente cadena.
Inmensa
sensación la que llega al corazón en un espacio sagrado donde el alma ya ha
estado.
Sin
duda.
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