Hoy hemos debatido
en clase acerca del optimismo y su contario, el pesimismo. Todo el mundo
quisiéramos encontrarnos entre los optimistas porque parece que el concepto
lleva un valor añadido sobre la calidad y calidez del sentimiento grato que aporta.
Sin embargo, el optimismo puede sobrevalorar las posibilidades y redimensionar
los logros de forma que se quede en puro idealismo o en poética interpretación
de la realidad.
El optimismo sirve como factor de motivación. Quién
lo posee se siente fortalecido ante las adversidades y trata de encontrar una
razón favorable dentro de los males que puedan llegar. Se encuentra con la
necesidad de derribar barreras y descubrir lo positivo entre lo negativo, el
bien sobre el mal y la claridad sobre la oscuridad. Se puede observar a
sí mismo como una inagotable fuente de dinamismo y un continuo sonreírle a la
vida, lo que no quiere decir que con ello también esté obviando otros factores
de protección ante la adversidad de los que dispone el pesimista.
Hace algún tiempo,
antes de instalarse en nuestra cultura
la moda de la felicidad perpetua a cualquier precio, los pesimistas tenían
hasta buena fama. Se trataba de ver el vaso medio vacío pero con agua que sabía
bien. Era como estar preparado para asumir las consecuencias de la fatalidad,
una especie de premonición que reducía el impacto de la misma cuando llegaba.
Era una autodefensa contra el mal. Una especie de escudo preventivo que ayudaba
a poner los pies en el suelo y a bajarse de las nubes.
Los optimistas, sin
embargo, parecían estar siempre en un mundo irreal, una especie de limbo al que
acudían solamente los inconscientes y algún bohemio sin remedio que no tenía
ninguna intención de soportar los avatares de la vida diaria, encerrándose en
un mundo de imposible vigencia real.
El punto medio
aristotélico es sin duda una zona llena de virtudes. Ser optimista realista es
la mejor opción. Se trata de encarar el día a día con una actitud de apertura y
flexibilidad, esperando lo mejor de cada momento para que la denominada “Ley de
la Atracción” del universo, se alinee
con nuestro sentimiento y nos entregue lo que esperamos.
Por otra parte, el
optimista realista siempre tiene los pies en el suelo y la cabeza sobre los
hombros. Es capaz de verlo todo, de analizarlo y despejar lo que resta y no
suma. Es, en definitiva, una especie de pieza reina de ajedrez que se mueve por
todos los lados y consigue seguir con entusiasmo en la realidad que le toca
vivir sin enredarse en los miedos, la fatalidad o el dramatismo. Porque entiende
que al fin y al cabo, dentro de muy pocos años, nada de lo que hoy nos
preocupa, tendrá sentido y que la mejor opción para seguir es creer en uno
mismo y en el poder de superación que todos tenemos.
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