No hay
nada más fuerte que el Amor. Nada que te mueva sin que te des cuenta, que tire
de ti sin intentarlo, que te obligue sin intimidar, que te someta sin cadenas,
que te rinda sin ningún esfuerzo.
A veces,
uno se sorprende a sí mismo con actitudes desconocidas, con cambios de humor,
con altibajos que rezuman tristezas frente a entusiasmos. Pero sobre todo,
solamente a través del amor conocemos nuestra medida.
Hay que desterrar
la idea de acotar el Amor. Para ser tal no tiene que tener apellidos. Ni de familia,
ni de pareja, ni fraternal, ni de amistad…el Amor es tan amplio y fabuloso que
lo invade todo cuando existe y en ese amplio abrazo lo inunda por completo.
Uno sabe
cuando ama y lo sabe bien. No hay dudas posibles. Ni trabas, muros o murallas
que no se puedan derribar. No hay posibilidad de confusión. Si dudamos de lo
que sentimos es que no es Amor; será otra cosa. Y ahí está el peligro. Frecuentemente
se confunden los afectos, se desdibujan los límites y se interseccionan las
proyecciones. Pero siempre que sucede esto es porque la persona que lo confunde
nunca ha estado instalada en el amor y no conoce su esplendor y textura.
Cuando se
ama, es imposible no perdonar, no disculpar, no proteger, no colmar, no
responder, no estar siempre y para todo.
Solemos
querer medir el Amor, pero de tener medida sería tan inmensa que estallaría
cualquier medidor. El Amor, en estado puro arrasa y desborda, mientras
suavemente serena y aquieta.
En él
caben todos los contrastes porque se disuelven y reúnen, se derriten y se
funden. Es la unicidad por excelencia.
Lo único
que todo lo explica, deduce y concluye.
Por eso,
cuando estamos instalados en el Amor lo sabemos bien porque no hay nada igual.
Nada.
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