Uno se acostumbra a todo. Parece increíble cómo somos
capaces de soportar una desgracia sobre otra, un palo sobre el siguiente, una
decepción sobre la que ni pensabas. Y de pronto te encuentras ahí, tu sola sin
saber donde apoyarte y con el sufrimiento a punto de estallarte dentro.
Al principio, cuando comienzan a pasarte desencantos te
sientes la más pequeña, insignificante e intrascendente persona del mundo.
Desprotegida y asustada no sabes hacer otra cosa que sufrir. Y cuanto más
vueltas das a la sin razón de lo que te han hecho, más enredada te ves en algo
que no entiendes.
Es difícil acostumbrarse a sufrir. Uno no aprende esta
lección, que por otra parte parecería excelentemente útil para el futuro, porque
sufrir con seguridad, vamos a volver a
sufrir.
A mi me queda la esperanza de que vayamos aprendiendo a
soportar al menos el tirón. A acomodarnos a las nuevas circunstancias, a ir
viviendo pasando día a día hasta que lo hagamos hábito, a ceder dolor por
rutina y a engañar a las ganas de llorar para que poco a poco todo se haga más
llevadero.
Lo peor de todo es que cada uno tenemos una textura en el
corazón. Blandos, vaporosos, recios, duros, semiduros e indelebles. Depende en
la categoría que se esté, se resiste la adversidad.
Endurecer
el corazón no es fácil tampoco para el que lo tiene mullido y suave. Pero es un
ejercicio necesario si quiere no morir en el intento de vivir a cualquier
precio.
Hay que llevarle al gimnasio. Hacer flexiones, ensayar cómo
se esquivan los golpes, poner pesas y
ejercitar la carrera. Hacerle fuerte aunque se resista y enseñarle a evitar a
las personas que quieran componer mentiras para que creyendo a quien quiere, se
deslice por el abismo.
La buena noticia es que la vida es un boomerang. Que nos
devuelve lo que lanzamos y que, aunque a cada uno toque llorar en un tiempo
distinto, todos terminando lamentado el mal que hacemos.
Al menos, a veces, es un consuelo.
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