No me gustan las flores secas. Me
parece como tratar de momificar la vida. Es algo así como querer atrapar la
belleza, siempre efímera y cambiante, en un instante perpetuo que pierde
sentido con el paso del tiempo. Sin embargo, no dejo de sentir una especie de
ternura por ellas y hasta un ápice de sentimiento de nostalgia.
Todo tiene un tiempo en el que alcanza
la plenitud. Todo pasa por fases en las que la magnificencia de su esencia está
pletórica, radiante de brillantez y dulzura. Y qué duda cabe que toda esa fastuosidad
sirve más tarde para deleitarnos de nuevo al pasar nuestra mente por ello
cuando ya no está.
Vivir de recuerdos es una actitud
propia de las edades avanzadas, cuando el pasado es más dilatado que el
presente y cualquier tiempo pasado parece mejor.
Mi trabajo, mi vida en general, ha
transcurrido, preferentemente entre gente mayor. He comprobado que solamente se
llega dignamente a la vejez si has tenido una vida llena de ti mismo, de
decisiones propias, acertadas o no, y voluntades cumplidas. Cuando no tienes
que arrepentirte de lo que no has hecho y sobre todo, cuando te quedan
ilusiones por cumplir. El cupo de los sueños nunca debe estar cumplido, de otro
modo no habrá nada por lo que levantarse cada día, ni por lo que seguir vivo
sin morir estando de pie.
Me gustaría ir reviviendo etapas o
recreando otras nuevas o rescatando juventudes entre las arrugas y las
lentitudes cuando lleguen. No quiero negativas de mi corazón cuando pueda
volver a vivir lo que se supone que ya no es de mi edad. Los sentimientos nunca
envejecen, la ternura, el afecto y el amor tampoco.
Si no me gustan las flores secas es
porque no huelen. A nada. Y tengo una inmensa sensación de vacío cuando me
enfrento a algo inodoro. Es como tener en las manos un recuerdo congelado, una
presencia enjuta que te acerca a una
época de felicidad de cual, alguna gota queda perdida en la mirada pero
imposible de rescatar en este presente vivo en el que quiero, solamente, todo
lo fresco.
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