Hay algo que no entiendo.
Frecuentemente leemos que lo que no nos gusta de los demás son aspectos débiles
aún no superados en nosotros mismos. No termino de entenderlo.
¿Se trata de la rabia que produce
reconocer en otro lo que no te gusta de ti? ¿Por qué a mí me parece todo lo contrario?
¿De qué forma lo que tanto rechazo no soy capaz de advertirlo en mi forma de
proceder?.
No es fácil respetar las diferencias,
sobre todo si esas diferencias implican convivir a su lado. Todos procedemos de
una biografía particular y somos, en muchas ocasiones, víctimas de víctimas.
Cada uno hemos pasado nuestra particular historia al pie de los caballos y
todos guardamos nuestros fantasmas en el interior de nuestra azotea. Espectros
que a medida que pasa el tiempo vamos conociendo mejor y que incluso pueden
llegar a ser amigos.
Sin embargo, nuestros fantasmas en
raras ocasiones saben convivir con los de los demás. Están tan ajustados a las
paredes de nuestra casa que no saben deambular por las ajenas y cuando todos
salen de paseo suelen chocarse.
No entiendo que hay en mí de lo que
rechazo en otros. En principio suelo ser
tolerante y respetuosa. Suelo tratar de caminar con los zapatos del otro e
incluso dejar que me lleven atrás en el tiempo para entenderlo mejor. Intento
entender y si no lo consigo, al menos no imponer lo que a mí me emociona, me
ilusiona o me engancha. Me limito a ser y con eso es suficiente.
Este fin de semana he estado leyendo un
excelente libro de J. A de la Marina “La inteligencia Ejecutiva”. Lo necesito
porque no es fácil pasar de la teoría a la práctica y porque el análisis
computacional de la mente humana no necesariamente trae consigo una ejecución
adecuada y rápida.
Muchas veces pienso que debería haber
una escuela que nos enseñara a vivir desde los ejercicios de “Casos”. Sería una
especie de ensayo de la vida misma. Un aprendizaje utilísimo en ejercitar la
memoria rápida, de advertir el peligro urgente, de solucionar problemas
sorpresivos o de valorar dónde están los puntos débiles en una situación.
No sería a vida misma, con su
multicolor riqueza de situaciones y sensaciones, pero a base de jugar a la vida
la podríamos llegar a entender de forma más operativa.
Es un poco semejante a lo que hacen los
niños cuando comienzan a descubrir el mundo. Se trata de jugar al ensayo y al
error. De simular casos, profesiones y roles. De poner normas a la realidad sin
límites que viven y de esta forma, poder con el duro ejercicio de encorsetar la
mente, el espíritu y el alma en estas dimensiones espacio temporales con las
que la existencia nos limita aquí en la tierra.
Una escuela de la vida que no tendría
fin porque sin duda uno nunca aprende del todo y por muy mayor que se sea aún ésta
nos termina sorprendiendo cada día.
Estoy segura que me pondría la primera
de la fila para ensayarla antes de vivirla, con lo que al menos entraría en
ella con la sensación de continuar un juego. Y eso, sin duda, evitaría muchos
de sus dramas porque también nos parecerían ilusorios.
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