En
la vida no hay nada seguro. Esta realidad se entiende cuando vamos quemando
etapas. Uno pretende atrapar el tiempo, los recuerdos bonitos, lo soñado y lo
ansiado logrado.
Creemos
que establecer contratos nos deja margen amplio a la seguridad. Pensamos que si
firmamos todo está ya concluido y conseguido pero no es así.
Todo
cambia y a veces, lo único que permanece es lo que se debería ir. Malos
hábitos, despropósitos, falta de voluntades y un sinfín de actitudes
desechables son las que de verdad se resisten a irse.
Nada
tiene el sello de definitivo. Nada lo es. Por eso buscamos tan desesperadamente
la estabilidad, en el trabajo, en el amor, en la convivencia, en las relaciones…
Nos
es urgente saber dónde estamos y qué suelo pisamos. Tener un referente, ser de
algo, de alguien; tenerlo claro, saber que nos esperan y pensar que nos aman.
Eso sí nos da seguridad, eso es lo que realmente importa, el resto sobra.
Es
fundamental no creer que tenemos todo lo que consideramos nuestro y equivocarnos,
por ello, al pensar que no es necesario cuidarlo.
Se
posea, lo que se posea estamos siempre en un error. No existe la propiedad.
Todo lo tenemos en usufructo hasta el día en el que nos vayamos
definitivamente, todo está alquilado y tiene un precio. Cada acto genera unas
consecuencias y no hay más remedio que recoger las responsabilidades.
El amor, la amistad, las relaciones con
nuestros hijos, el trato diario con los conocidos y los desconocidos…todo está
sometido al necesario equilibrio. No podemos amar mucho unas veces y saltarnos todas
las barreras, otras. No podemos acogernos a la generosidad del afecto de los
demás y en base a su incondicionalidad, comportarnos como nos plazca.
En
la vida todo es un intercambio y el desequilibrio termina siempre mal.
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