Estamos en una época del año en la que los sentimientos,
acuñados en la pasión de los creyentes cristianos, ondean al viento. Se expresa
el dolor, se bebe el sudor, se empuja con ardor y denuedo.
Se siente
que las penas de cada cual se mascan en el silencio que genera la Semana Santa,
al ritmo de cada paso abatido sobre un asfalto que se transforma en alfombra
religiosa al compás de una saeta.
No me gusta
esta época y sin embargo, aprecio el olor a incienso, las flores blancas y
rojas que acompañan a las imágenes dolientes, el movimiento de las estatuas a la
luz de los cirios que convierten la escena en alondras señeras que gritan la fe
de los que esperan.
Es extraño y
al mismo tiempo gozoso ver que, de alguna manera, la gente es capaz de
manifestar, entre la muchedumbre, lo que le duele por dentro, sin palabras, con
los ojos puestos en la mirada vítrea de los cristos y los santos que reparten
esperanza en el viento, a su paso desde su corazón de madera o escayola.
No importa
en lo que se crea, lo importante es creer. Creer en algo, en alguien, en alguna
ilusión, en los anhelos del corazón, en que es posible lo que intuimos
imposible, en que los milagros existen
cuando creemos en ellos y , sobre todo, en que por mucho que nos empeñemos en
salvar la razón, la necesidad se impone para no volvernos locos en la soledad
del dolor profundo.
No sé si
todo se reduce a espectáculo. Si en realidad, estas procesiones que serpentean
la ciudad no son más que un castigo para los que no creen en semejante
expresión del fervor o si por el contrario, hay personas que viven cada
instante de esta película como parte de su propia salvación en un aquí y un
ahora que tardará un año en repetirse.
En cualquier
caso, resulta curioso, al menos, que sea el sentimiento y al pasión religiosa
un protagonista colectivo, que ligado al espectáculo, se sacralice cambiando el
olor del aire de la calle en estos días.
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