Acabo de venir de un funeral. L o mejor que he aprendido
esta tarde es a valorar lo que puede significar, en la vida de una persona, o
en su cercano final, un simple detalle hecho con amor.
Al final
comprendes, que todo se reduce a eso, a detalles. Uno tras otro marcando el
límite y la diferencia entre lo que nos hace felices o no.
Cuando llega
el momento de irnos, lo único que puede quedar como testigo es el recuerdo de
nuestra sonrisa, nuestras palabras de afecto, las miradas abiertas, las manos
extendidas hacia la ayuda de los demás y ese color verde inundando la retina
cuando las cosas han ido mal.
Lo que se va
no es más, sin embargo, lo que permanece es la cadencia de nuestro paso entre
los demás, cómo hayamos apreciado la vida y ese infinito darse sin regateos que
tan peculiares hace a algunas personas.
El hombre
que hoy despedimos era así. Alegre, optimista y versátil; positivo y práctico,
de esos de los del… “vive y deja vivir”… que deberían estar más extendidos por
el mundo.
Su mujer
es alumna mía y también la persona que
le hizo el plato de arroz con leche que fue su única ilusión en los últimos
días. No comía apenas, pero aquel arroz le devolvió el gusto por la vida
concentrado en un instante, le permitió despedirse de ella y sus placeres, le
puso en contacto con la esperanza de una mejoría momentánea que encendió la luz
en su corazón, una vez más.
Esta tarde,
ese plato de arroz con leche era tan agradecido por sus familiares que
verdaderamente uno piensa si lo sencillo de la vida es lo que al final
permanece siempre, lo que nos conecta con nuestro centro, lo que equilibra y
restablece. En este caso, algo tan simple, fue lo mejor de su final.
Me gustaría
tener a alguien cuya mano experta y corazón solícito pudiese ofrecerme,
también, ese último postre cuando me vaya a despedir.
Todo un
lujo, sin duda.
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