Hay
muchas personas que no pueden salir de casa. Muchas que sufren enfermedades o
que se sienten incapaces de enfrentar el mundo. Muchas que solamente tienen una
hueco por el que ver el mundo, su ventana.
Una
de ellas fue mi madre. Durante largo tiempo. Miraba pasar la gente a cada tramo
del día que podía hacer ese esfuerzo. Yo
la observaba despacio. Veía cómo su
rostro se iluminaba con las alegrías callejeras o se apenaba e indignaba cuándo
existía un tropiezo, un atropello o algún altercado. Terminó convirtiéndose en una espectadora
agradecida y como tal, reviviendo la vida de otros a través del cristal.
Eso,
es lo que hacemos cuando vemos una película. Somos un poco protagonistas de las
vivencias de los demás pero con la seguridad de no sufrir sus avatares o la
tristeza de no gozar de sus placeres. De alguna manera, esa vida ficticia cobra
pleno sentido cuando la tuya se escapa o cuando está vacía e incluso,
simplemente, cuando no tienes bastante con lo que sucede día a día en tus
rutinas y necesitas recargar las emociones propias.
Es
delicioso poder vivir en primera persona aquello que otros cuentan,
experimentar lo propio y aprender en nuestra carne porque entre otras cosas, nadie
logra aprender con las vivencias del de enfrente. Por mucho que nos esforcemos en traspasar
conocimientos, elaborados minuto a minuto, aprendizajes amasados con dolor, o
saberes utilísimos resultado de caída tras caída, al que lo escucha le sirve de
poco.
Hay
que experimentar, vivir y apreciar cada instante porque es todo un lujo ser el
que pasa bajo la ventana mientras otro tiene que mirar a través de ella.
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