Parece ser, según la psiconeurología
moderna, que lo primero que anida en nosotros es el pensamiento sobre algo y
más tarde esa energía mental se convierte en energía emocional para finalizar
en una respuesta conductual.
Pensamiento,
emoción y comportamiento parecen enlazados en una cadena única que nos trae un
mensaje de esperanza. Si el comienzo de nuestro peregrinar emocional se ubica
en el pensamiento, cambiando el patrón de éste podríamos modelar el camino por
el que se deslizan las emociones y por lo tanto, variar las respuestas
conductuales a nuestro favor. Parece fácil y rápido, dicho así, pero lógicamente
nada más lejos de la realidad.
Modificar
el mapa de la lógica, instalado el disco duro de nuestro cerebro, requiere
desprogramar los códigos éticos que condicionan nuestros prejuicios. Es como si
tuviésemos que demoler la estructura del edificio para poder encajar nuevos
ladrillos con otras formas que no se adaptan al hueco originario.
El
esqueleto de la morada de las emociones se forja antes de los 8 años. Modelos
cercanos, palabras dichas, vacios presentes, ausencias notorias o acciones
demás van modelando los huecos disponibles para ensamblar el resto de la
experiencia. Lo peor es que lo hacen sobre un cerebro con tanta plasticidad que
imprimen una huella permanente. De ahí, la importancia de no sobreactuar ante
los niños, de no callar lo que se debe, de no expresar lo que se siente, de no
imponer con verdades absolutas o de no permitirlo todo bajo la bandera del
aprendizaje que ha de propiciar la escuela.
La
mente es la barrera más poderosa que existe. Liberar los pensamientos que se
ciñen a encorsetadas premisas culturales es comenzar a ver la luz. Porque en
realidad, lo que hoy está vigente en la moral, en las normas de cortesía o en
las convicciones honorables, no lo
estuvo hace 100 años ni los estará dentro de otros 100, ni es igual en esta
cultura que en otras. Y sin embargo, hay una ley natural que a todos nos dice
lo que es bondadoso y lo que no, lo que esta fuera del límite en lo que dañamos a los demás y lo que
no, lo que se acerca al amor o se aleja de él.
También
es verdad que hace tiempo escuché que lo contario del amor no es el odio, sino
el miedo y es ese precisamente el que nos impide el cambio.
Tal
vez sería mejor y más operativo, comenzar por ahí. Preguntarnos en primer lugar
cuales son los miedos que nos atenazan y de qué forma les hacemos frente, si es
que lo hacemos.
Posiblemente
haya que decirle a la neurociencia que antes que el pensamiento está el miedo y
que de él van destilando, gota a gota, las ideas que anidan más tarde en el
corazón, hechas emociones.
Quizás
ese sea el verdadero principio de todo.
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