Debería haber un colegio que enseñase a ser feliz. Un centro que educase para ver lo que llevamos dentro, para mirar más allá de lo aparente, para conseguir empeñarnos en nuestra mejora continua; donde entendiésemos que ayudar a los demás es ganar tramo en nuestra carrera particular y sobre todo que nos dejase claro que lo que nadie ve es lo más importante. Nos afanamos por tener un cuerpo 10 y una cara de niña, eternamente. Nos preocupamos por cómo vestir, que marcas usar, que moda seguir y de qué forma nos presentaremos a este u otro evento. No queremos que nadie nos vea mal. Tampoco nos gusta mirarnos al espejo y que nos devuelva una imagen que no se ajuste a nuestros cánones de belleza. Pero todo eso que hace agradable la imagen, no es lo importante. Precisamente el tesoro está debajo y detrás de la pantalla que disponemos para que los demás nos califiquen. A veces, nosotros mismos confundimos el vestido con lo que se viste y a base de creer que somos lo que externalizamos, nos convertimos en marionetas manejables por los estereotipos del momento.
Está bien cuidar nuestro aspecto. Es agradable la belleza, aunque se nos olvida, frecuentemente, que está más en los ojos del que mira que en el objeto admirado. No se nos olvide tampoco que incluso estar bien con nosotros mismos puede servir para gustarnos más y estar mejor. Pero de nada vale todo esto si realmente no cuidamos lo verdaderamente imperecedero. Si no estamos atentos a las arrugas del alma, a la falta de color del entusiasmo y a la ausencia de rizos en la alegría. No hay mejor maquillaje que el que emana del interior, ni brillos más espectaculares que los que llegan de la armonía de estar bien por dentro. Lo que no se ve, aquello que está oculto a la primera impresión, al estilo o a la moda, lo que importa, lo descuidamos demasiado. Es realmente extraño cómo el hábito de tomar un baño a diario, peinar nuestro cabello, remarcar nuestros rasgos expresivos, atender a las ropas y complementos o simplemente mirarnos al espejo para comprobar que todo está bien, lo hacemos sin olvidarnos ni un solo día. ¿Pero cuándo refrescamos el alma?. ¿De qué forma revisamos el esplendor de los pensamientos?¿Cómo reconocemos y transformamos la ira?¿Cuándo usamos el silencio en vez de la palabra no conveniente?...¿Repasamos las lecciones del corazón?¿Ejercitamos el algebra de la emoción?. Debería haber un cole que nos enseñase las herramientas primarias para saber vivir, para sentir con el corazón, para manejar las emociones a nuestro favor, para encontrar el equilibrio interior, para saber convivir con la tristeza, para superarla, para enredarnos en el empeño de la felicidad, para saber leer la mirada, para activar el entusiasmo, para reconectar con la energía original…Un cole en el que las lecciones fuesen vida, donde nosotros fuésemos profesores y alumnos al mismo tiempo, donde las notas siempre fuesen resultados superables y no fracasos, donde curso a curso tuviésemos la satisfacción de estar aprendiendo a vivir en esta realidad con la esencia que nos constituye. Y que todo ello nos llevara a sólo un paso de entender que no lo hacemos mal, que todo es correcto y que lo que nos sucede es lo que debe sucedernos. De esta forma habríamos ganado la batalla a la angustia, al miedo y a la tristeza porque no cabrían ya en nuestros nuevos corazones el temor a no sabernos la lección.
Leyéndote hoy me siento una privilegiada, porque ese colegio de la vida del que hablas, si que existe y yo voy a él. Cada día es una nueva lección de superación, de aprender a valorarte a ti mismo, de saber que son las cosas que realmente importan y donde todos a prendemos de todos.
ResponderEliminarGracias por haber creado esta escuela de vida. Besos