Carl Jung creía que la imagen de la
perfección está presente desde el nacimiento y que hay un arquetipo en el
inconsciente humano que nos empuja hacia ella.
Creo que la mayor parte de ese ímpetu
hacia lo excelente perfecto, con todas las características que imprime en la
personalidad de quien lo padece, tienen su raíz en la familia y por lo tanto,
en la infancia. Padres críticos, autoritarios o difíciles de complacer crean
hijos perfeccionistas.
La
psicología opina que la persona que hace de la perfección una meta, hasta en
los niveles más ínfimos, actúa impulsada por la motivación negativa interna de
tratar de evitar la desaprobación, el rechazo y la crítica para ganarse la
estima y la aceptación en su entorno.
El perfeccionista, a estos niveles, es
obsesivo, da vueltas al mismo error y vive rumiando el mismo pensamiento de
equivocación todo el tiempo. Acepta mal el cambio perdiendo de vista que cada
cambio trae un nuevo entrenamiento.
La cuestión es que la autoexigencia no
nos lleva a la excelencia porque ésta no se produce nada más que cuando eres
capaz de elegir cómo nos vamos a sentir y de qué forma actuaremos para que todo
se disponga a nuestro favor.
La
insatisfacción crónica es tóxica y causa sufrimiento, sin duda, y por ello
modifica nuestra capacidad de razonamiento impidiendo que actuemos con la
plenitud de nuestro poder intelectual y creativo.
Los perfeccionistas son muy críticos
consigo mismos y también con los demás. Tienen muy baja tolerancia con los
errores propios y los ajenos.
Ser excelente se traduce, en realidad,
en la habilidad para mejorar continuamente para lo cual se necesita estar
abierto a los cambios, ser flexible ante el fracaso y aceptar los propios
errores. Sólo al aceptarlos estaremos en condiciones de revertirlos.
No tenemos necesidad de ser perfectos. Todo
comienza en el interior. Si estamos en paz con nosotros mismos y con los demás,
nada nos moverá de nuestro sitio.
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