El
pasado puede hacernos perder la calma, incluso la perspectiva. Desenterrar
viejos dolores, equivocaciones frecuentes o errores sin resolver nos empuja sin
remedio a la desesperación de lo que no tiene solución. No queda más que
aprender y cambiar el rumbo de nuestro destino en base a una forma nueva de ver
las cosas.
Se
aprende rápido perdiendo. Se asimila aún más cuando lo que se pierde entra
dentro del ámbito de los sentimientos, de los afectos íntimos, de lo que se ama
o lo que se odia. Sin embrago, uno vuelve a cometer estupideces porque no sabe
que cuando lo hace nada es igual. Caer
dos veces en la misma piedra es imposible porque ni la piedra es idéntica ni se
cae de la misma forma.
Aprendemos
a caer sin darnos el mismo golpe. Nos acostumbramos a reconocer el dolor y
hacerle amigo, nos volvemos, cada vez, un poco más invulnerables a los efectos
de cada prueba.
La
vida pasa factura. Perdemos la inocencia, la credibilidad ciega en el buen
hacer de los demás y poco a poco nos quedamos solo con nosotros mismos;
importándonos menos lo que otra gente piense, valorando más lo que supone cada
paso que damos para nuestro templo interior y acaso para los que amamos y nos
aman. A esos sí les importa nuestro sufrimiento porque lo hacen suyo en el
momento que lo conocen.
Todo
se resuelve con compensaciones. Siempre hay una moneda de cambio en lo que damos
y en lo que recibimos. Solamente hay que saber valorar, ser justos y ecuánimes
cuando extendemos la mano o cuando encojemos el corazón.
Lo
único que llevamos siempre puesto son los efectos del amor en el alma. Los
besos que dimos y nos fueron devueltos, las sonrisas que compartimos y que tan
dulces nos dejaron, la emoción de una mirada o el simple roce de la piel de la
persona que amas, recreando un suspiro. En definitiva, lo que vivimos, la
experiencia, la acción porque para eso hemos venido aquí y solo eso nos
llevaremos.
La
factura no importa. Lo que importa es el trabajo bien hecho, el disfrute del
camino y el goce de seguir en él.
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