Nunca
se me podrá olvidar la cucharada de lentejas que un día rechacé. ¡Cómo podría
olvidar que no quise probarlas porque estaba a punto de marcharme y se me
estropeaba el maquillaje si lo hacía!.
Mi
madre me pidió que las probase para saber si les hacía falta sal. Ella no podía
hacerlo porque tenía una enfermedad que se lo impedía. En ese momento pensé que
no importaba que estuviesen un poco más o menos saladas para el resto.
Posiblemente me importó más mi propio ego que el trabajoso, pero dedicado
empeño de mi madre en mantener la casa y la comida en perfecto orden, a pesar
de todo.
No
sé por qué pero me duele y duele ese momento tan estúpido por mi parte.
Me
ha llevado, sin embargo a entender, lo importante que es medir cada momento. Lo
absolutamente decisorio que es permitir que nuestros pasos se salgan de la
línea o lo necesario que se presenta para la salud del alma, permitirnos
sentir. Lo que sea y como sea en el presente. Después…con el tiempo…quisiéramos
atrapar momentos de antes y terminarlos de otro modo. Colocar otro final,
dibujar otro paisaje con colores diferentes.
A
veces no es cuestión de aprender, sino de recordar. Saber rescatar del recuerdo
las sensaciones que nos dejaron la boca amarga y decidir que no vuelva a pasar.
O lo contrario. Recordar esas vivencias que aun siendo muy cortas, bien valen
una vida. Porque no entiendo la existencia sin calidez, sin amor y sin ternura.
Podremos
pensar que así no puede ser siempre. Seguramente no. Pero todo depende de la
actitud con las que disponemos la mirada. Incluso tal vez dependa mucho más aún
de una memoria selectiva de la que dispongamos.
Olvidar
lo que nos hizo daño y rescatar solamente el néctar de lo mejor.
Posiblemente
así nos demos permiso para hacer los sueños realidad.
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