Muchas veces pienso que
el remedio de los males propios está en ayudar a otros. No hay nada que
reconforte más, ni que sea más enriquecedor ni que revierta tanto sobre uno
mismo.
Cuando escuchamos noticias sobre médicos, profesores,
religiosos u otros cooperantes secuestrados, algo me sacude por dentro. Lo
primero, el reconocimiento inconmensurable de su altruismo, su compasión ante
el dolor ajeno y su entrega para con los demás. La capacidad de soportar situaciones
adversas y la valentía de sufrir, en cualquier momento, accidentes,
enfermedades o incluso, la muerte.
Hay otra parte en mí que ve, tal vez, el otro lado de la
moneda. Las mil y una circunstancias que pueden llevar a alguien a irse lejos,
a olvidarse de sí mismos, a tratar de dar un sentido a su vida, a olvidar dolores
demasiado fuertes del entorno cotidiano, a querer morir para sí viviendo por los demás.
Tal vez sea una de las mejores opciones. No tengo nada en
contra de quienes se encierran para siempre en un monasterio a orar, sin
embargo creo que su vida, de esa forma, queda mermada en relación a las
posibilidades solidarias para otros. Posiblemente el alma quiera expandirse,
una vez replegada, sometida y doblegada a la desgracia propia y nada mejor que
ser luz para quienes no tienen un sol que les alumbre.
La colaboración con los desfavorecidos no requiere grandes
distancias. Hay necesitados en todos los lados, incluso nosotros podemos ser
uno de ellos, porque las urgencias no solamente vienen del hambre, del frío o
de la falta de recursos. Hay otras necesidades vitales que ahogan el corazón y
que nos dejan tullidos para siempre.
El desamor, la soledad, la incomprensión o la falta de
compasión cuando estamos en las rebajas del corazón pueden ser más devastadoras
que lo que se sufre cuando no se tiene un techo confortable, ni un plato
exquisito en la mesa…porque a veces, hasta esto te sobraría.
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