En
nuestra mente siempre hay un rincón para el miedo. De su tamaño depende, en
gran parte, nuestras conductas.
Hay
miedos aprendidos, miedos imitados, miedos intuidos, miedos prestados, miedos
inventados, miedos reales, miedo agresivos, miedos tenues, miedos compasivos,
miedos tiránicos, miedos invasivos, miedos lunáticos, miedos fanáticos, miedos imbuidos
por la ira, miedos llenos de terror, miedos imaginarios y miedos temerarios.
Los
miedos nos paralizan, nos hacen buscar un lugar donde escondernos, nos impelen
a la desconfianza, nos asolan y nos devalúan.
No
siempre son nuestros. En muchas ocasiones los hemos visto en personas cercanas
de valor para nosotros y nos los hemos apropiado. Otras, han sido provocados
por lo que los demás han hecho con nuestros sentimientos, nuestra entrega y
nuestra lealtad.
Algunas
veces, los hemos instalado en nuestra mente después de un hecho traumático que
no logramos superar. Pero siempre son pegajosos y adherentes; difíciles de
arrancar del corazón y el pensamiento.
En
realidad, aunque haya personas que tienen por bandera decir que no tienen
miedos; los tienen, como todos. Tal vez no los mismos. No ajenos a sí. Pero en
muchas ocasiones, los tienen con respecto a las “perdidas”, al “rechazo”, a la “burla”, al “desprecio”, a
la “falta de atención”, a dejar de ser el centro de todo lo que toquen.
Todos tenemos un rincón para el miedo en
nuestra mente.
La
única herramienta válida para mirarlo a los ojos y sentirnos con fuerza es
hacernos amigos de él. Reconocerlo y asumirlo. Y después dejar que suceda lo
que tenga que suceder.
Ponernos en el peor de los casos y darnos cuenta que a
pesar de verle de frente, no es más que otra
piedra en el camino que hay que saber bordear.
Lo
peos es la resistencia, porque no olvidemos que lo” que resiste, persiste”.
No
temas o teme mucho. En cualquier caso verás que pasa lo mismo.
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