Lo mejor, en muchas
ocasiones, es olvidar, desaprender y vaciar.
Hay cosas,
acontecimientos, recuerdos, emociones y sensaciones que han caducado y así
debemos tratarlas. Lo que ya no sirve hay que sacarlo fuera del círculo de lo
válido o nos hará daño. ¿Quién tendría en su frigorífico tres años una carne,
un pescado o cualquier alimento?.
Nosotros tenemos en la
recámara de nuestra mente, problemas no resueltos, daños no sanados, equivocaciones
que no olvidamos, tal vez, incluso mucho tiempo más. Evidentemente, solo pueden
hacernos daño.
Debemos soltar, dejar
espacio a lo nuevo o la nada, que también es sana en ocasiones.
Todo lo que no
soltamos nos ata. Aquello que resiste, persiste. Lo que no se olvida se lleva
siempre encima y sus consecuencias también.
Olvidemos antes de que
se pudran los recuerdos y nos causen una intoxicación sistémica. Es la mejor
opción; una memoria selectiva que guarde lo mejor de cada buen momento.
Leamos este pequeño
relato.
“Dos hombres habían
compartido injusta prisión durante largo tiempo en donde recibieron todo tipo
de maltratos y humillaciones. Una vez libres, volvieron a verse años después.
Uno de ellos preguntó al otro:
-¿Alguna vez te
acuerdas de los carceleros?
-No, gracias a Dios
ya lo olvidé todo -contestó-. ¿y tú?
-Yo continúo
odiándolos con todas mis fuerzas -respondió el otro.
Su amigo lo miró
unos instantes, luego dijo:
-Lo siento por ti.
Si eso es así, significa que aún te tienen preso.”
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