Lo
que no sabemos de nosotros es mucho. Lo que creemos que sabemos es la punta del
iceberg. Lo que ignoramos es casi todo.
Estamos
llenos de temores, de inseguridades o de lo contrario; de prepotencias y
chulerías. Nos encontramos como el patito feo o nos vemos como Narciso. En el
medio nos dejamos un montón de matices que son los que de verdad definen cómo
somos, cómo entendemos la vida o qué forma de interpretarla tenemos.
Lo
que nos puede resultar difícil o repulsivo, visto de otra forma, puede ser tolerable
o carecer de la importancia que le damos.
A
veces, es mejor no analizar tanto y dejarnos llevar más. Vivir en el momento y
obviar un futuro que sólo se construye día a día o el pasado, cuyos males ya no
pueden alcanzarnos si somos conscientes de que caminamos siempre hacia delante.
Lo
que no sabemos de nosotros, lo sabe el resto. Nos ven, nos observan, valoran y
actúan en consecuencia. A veces, los que creemos que nos tratan mal lo hacen porque
saben que pueden. Conocen nuestros límites y los vacíos que les dejamos al
descubierto. Nos conocen mejor que nosotros mismos y eso sí que es una
estupidez que nos cuesta muy cara.
Tenemos
un valor intrínseco que pasa desapercibido para muchos. Creemos que todo lo que
está fuera es mejor, que el vecino es más feliz, que el compañero ha logrado lo
que nosotros tanto queremos y que siempre la excelencia está fuera.
No
somos conscientes de que a todos nos pasa de todo. Nos ponemos en el centro de
la diana de la desgracia y nos creemos las mayores víctimas de un dolor que
parece elegirnos intencionadamente.
Necesitamos
un baño de egocentrismo que nos equipare a quienes admiramos tanto porque en
definitiva no tenemos ni idea de lo que podemos llegar a ser o mejor dicho, de
lo que ya somos.
Volvamos
la vista hacia nosotros y mirémonos bien.
Descubramos lo inmensos que somos y
después salgamos de nuevo a la vida, con el esplendor que ya poseemos.
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