Solemos
creer que siempre somos los mismos, tenemos una tendencia acérrima a pensar que
en nosotros nada cambia y que si de alguna transformación podemos hablar es
siempre en los demás, nunca en nosotros mismos.
Uno procura ver todo lo que hace con
buenos ojos, al menos eso le sirve de autodefensa y le evita juzgarse con
dureza en muchas ocasiones. Pensamos que estamos en posesión de la verdad y lo
vemos con claridad dentro de nosotros. Tanto es así que somos capaces de
discutir y deliberar hasta la saciedad por defender lo que creemos que para
todos tiene que estar tan claro.
Pero la realidad es bien distinta. Todo
cambia y nosotros no somos ajenos a esa mutación. Las circunstancias son otras,
los sentimientos y las reacciones, también. Lo que en un momento importó tanto,
por aquello que hubieses empeñado hasta lo más preciado, puede que luego no te
diga nada, que sea ave de paso, que se quede en un simple recuerdo afectado de
un gran vacío en el que ya no reconozcamos ninguno de los afanes que nos empujaron
hacia la lucha.
Veamos este breve cuento y el mensaje
que nos deja:
El Buda fue el hombre más
despierto de su época. Nadie como él comprendió el sufrimiento humano y
desarrolló la benevolencia y la compasión. Entre sus primos, se encontraba el
perverso Devadatta, siempre celoso del maestro y empeñado en desacreditarlo e incluso
dispuesto a matarlo.
Cierto día que el Buda estaba paseando
tranquilamente, Devadatta, a su paso, le arrojó una pesada roca desde la cima
de una colina, con la intención de acabar con su vida. Sin embargo, la roca
sólo cayó al lado del Buda y Devadatta no pudo conseguir su objetivo. El Buda
se dio cuenta de lo sucedido permaneció impasible, sin perder la sonrisa de los
labios.
Días después, el Buda se cruzó con su
primo y lo saludó afectuosamente.
Muy sorprendido, Devadatta preguntó:
--¿No estás enfadado, señor?
--No, claro que no.
Sin salir de su asombro, inquirió:
--¿Por qué?
Y el Buda dijo:
--Porque ni tú eres ya el que arrojó la
roca, ni yo soy ya el que estaba allí cuando me fue arrojada.
Para el que sabe ver, todo es transitorio:
para el que sabe amar, todo es perdonable.
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