Cada
día estoy más convencida de que lo único que merece la pena es el amor, la
afectividad y el cariño y que todo lo demás es todo lo accesorio.
La felicidad es un concepto
sobrevalorado e hinchado a lo largo de nuestra historia emocional. Hemos creído
que debía instalarse a toda consta en nuestra vida, de lo contario seríamos
unos fracasados. Nos han contado que otros son felices, que el vecino lo es,
que nuestra amiga lo es. Y nosotros apoyados en el alfeizar de la ventana
esperando que nos lleguen al menos las migajas de los demás.
La
realidad es otra muy distinta. Nadie es feliz. Nadie lo es, al menos, como nos
han dicho que hay que serlo. Siempre y en todo momento. Con destellos de magia
a raudales y con el sabor dulce permanente en nuestros labios.
La
felicidad tiene más que ver con los momentos puntuales. Con la alegría, con el
entusiasmo, con la ilusión.
La
felicidad es ese tiempo que atrapas en la memoria y que no muere nunca. La
caricia del instante que perpetuarías una vida. El beso que no olvidas. El
abrazo que te llena de fuerza. Las palabras que evitan las lágrimas. El susurro
del gozo de una canción. El vaivén del aroma que te gusta. Una almohada recién estrenada.
El roce con otra piel. La copa de la que bebe un sorbo delicioso. La mirada que
te lleva al fondo del alma.
Si
cambiamos el concepto de felicidad para convertirla de irreal en posible,
entonces seremos felices.
Todo
está en valorar lo que se tiene, en no enfocarnos en lo que no está, en crear
posibilidades, en inventar recursos, en idear momentos mágicos, en estar
receptivos a lo que venga y en no dejar marchar lo bueno que tenemos.
Me
gusta ser feliz, como a todos. Pero cada vez acoto más la palabra. Cada vez soy
menos exigente pero más selectiva. Cada vez pido menos pero valoro más lo que
recibo.
Cada
vez soy más feliz con menos y estoy más convencida de lo que no quiero.
Cada
vez sé más lo que necesito y lo que me quiero quedar.
Eso
es comenzar a ser feliz.
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