“Cordero de dios”, víctima ofrecida por los
pecados.
Siempre me ha impresionado esta imagen. Los
sacrificios, en nombre de una gratitud nunca debida, el sometimiento silencioso,
en virtud de un trono prometido que nunca llega. La bondad sacrificada en aras
de los infiernos.
Tenemos lo que somos. Y somos el resumen de
nuestra historia. El compendio de una biografía que explica las luces y las
sombras de nuestra personalidad.
Me he dado cuenta que no se puede cambiar a nadie,
ni siquiera forzarle a dar un giro.
Caminamos a nuestro paso y a veces, sin filtro.
Acusamos, enjuiciamos y condenamos con
la vara de medir que hemos construido en base a nuestros propios golpes.
Sometemos los problemas nuestros y los de otros al escrutinio del verdugo que
nos acusó en su día y que dejó marca en nuestro corazón.
Reímos, lloramos, vamos y volvemos al mismo
punto desde el cuadrito que nos enmarca. Estamos asfixiados dentro de nuestros
rencores, nuestros odios y nuestros pequeños reinos de taifas.
Creemos que todo es del color con el que se
viste dentro de nuestra retina y negamos la posibilidad de comprender al otro
poniéndonos en sus zapatos.
Es difícil escuchar para comprender.
Generalmente oímos para responder y respondemos con el sargazo de los mares
revueltos de nuestros días de tormenta.
Es complejo tensar la cuerda. Difícil saber
hasta donde hace daño o cuando deja de hacerlo en las muñecas del otro.
La vida misma es un continuo vaivén de
sensaciones intensas que van mostrando al alma que nada es blanco ni es negro,
que la luz es tal porque le sigue la sombra, que al amor le acompaña el dolor y
que a la lluvia siempre le sigue el sol.
Quien esté libre de sí mismo y sus errores, que tire la primera piedra.
Un día más, aprendiendo.
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