Cuando
hay que llorar se debe llorar. Mucha gente quiero ocultar las lágrimas o que ni
salgan. Tenemos vergüenza o nos sentimos mal. Posiblemente nos lo han enseñado
así. Nos han dicho que hay que ser fuertes, que no se debe llorar, que es de
débiles o de niñas. Todos sinónimos ilógicos e inadecuados.
Llorar
despeja el alma y deja salir la angustia. Es un excelente ejercicio para abrir ventanas y airear la casa que llevamos
puesta. Nunca es motivo para sentirse mal, más bien al contrario. Cuando
lloramos dejamos salir la pena, empujamos la desazón al exterior y permitimos
que ruede la angustia que nos ahoga dentro.
Las
lágrimas también pueden ser dulces. He llorado de emoción muchas veces. Son
lágrimas de agradecimiento a la vida o al instante que se vive en ese momento.
Siempre
son la expresión de un sentimiento poderoso, leal y sincero. Cuando se llora se
está siendo justo con lo que se siente. Se está atendiendo a una necesidad
imperiosa de atendernos a nosotros mismos. Demasiadas veces atendemos a todos
los demás mientras nosotros somos invisibles ante nuestros ojos.
Es,
en definitiva, una llamada de atención que nos sacude y empuja desde dentro;
que nos señala lo mucho que nos hemos dejado de lado durante un tiempo y lo que
nos falta por amarnos.
Llora
y cálmate. Después, relájate, quiérete y mímate.
No
sería tan sereno el momento de después de las lágrimas si no existiesen éstas.
Algo
se va con ellas, la pena…la tristeza…o ese nudo en el estómago que nos impide sonreír.
Puede
que después de llorar el motivo de las lágrimas continúe con nosotros, pero la
sensación de descarga nos ayudará a ver con más claridad lo que ni con luz se
nos aclara.
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