En
ocasiones nos empeñamos en nadar contra corriente y el agua nos lleva por
delante. Creemos que nadamos bien, que podremos con cualquier corriente, que
los remolinos no son para nosotros y que en último término aparecerá un
salvavidas particular que nos preservará siempre.
La
realidad es otra. Cuando se nada contra corriente el cansancio aparece, el agua
te llega al cuello y de vez en cuando llega una ola que te tapa por entero.
Nos
damos cuenta de que nos estamos ahogando cuando nos falta el aire. Cuando a
pesar de mantener la voluntad por seguir, las fuerzas flaquean ante nuevas
embestidas y uno se plantea que al fin y al cabo para qué nada. Tal vez no nos
tengamos que salvar de nada. Posiblemente lo único que nos pide la vida es
quedarnos quietos y esperar.
Nadar
contra la adversidad es perder siempre. Porque nadie puede intervenir para
desviar el agua revuelta, nadie hacer que esa agua sea menos densa, ni siquiera
nadie puede salvarse a cualquier precio.
Por
eso he decidido dejar de nada contra corriente y seguir la mía propia. La que
impulsa la vida serenamente y la que va propiciando el destino sin desatinos.
He
hecho muchos esfuerzos por llegar a la otra orilla. Muchos por salvar y
salvarme con ello y me condeno a cada
paso.
No
es tiempo de ir en contra de lo que es. Lo que tenga que suceder sucederá
igualmente. La vida se encargará de colocarnos en nuestro lugar, de una forma u
otra.
Tanto
esfuerzo, tantas lágrimas, tanta angustia, tanto celo… para ahogar, en el río
revuelto, unas expectativas que nunca debieron existir.
Nadie
nos decepciona. Somos nosotros mismos los que hemos esperado demasiado de otras
gentes. Ellas son como son. Nosotros también. No hay pecado en ello, ni falta
siquiera. La ilusión estúpida es creer que podemos arrimar el ascua a nuestra
sardina cuando eso nunca sucede.
Nadie
gana ni pierde. Solamente aprendemos y eso siempre significa crecimiento.
A
este paso voy a crecer tanto que podré tocar la luna con la punta de mis dedos.
De
todos los modos, ojalá sea así.
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