Nunca
me había dado cuenta lo difícil que es sostener la mirada sobre nuestros ojos
delante de un espejo. Por unos momentos quieres escapar, dejar de mirar, volver
la cara.
Se
trata de mantenernos firmes y de perder el miedo a lo que vemos. Tal vez no nos
guste. Tal vez no nos reconozcamos. Posiblemente no queramos hacerlo. Incluso
puede que seamos otro diferente a quien creíamos que éramos.
Pero
hay que hacerlo para encontrarnos con las verdades. Hay que hacerlo.
A
veces rondan por nuestra cabeza certezas que nos negamos a admitir. Y ellas,
con su peso, martillean una y otra vez nuestra conciencia. Hasta que se hacen
presentes desnudas, amargas y descarnadamente puras. Por eso hay que mirar.
Dentro. Más abajo. Más arriba. Por encima y en el centro. Y si mirando lo ves,
detente. Un segundo. Un momento. Y mírate frente a tu vida y frente a lo que
otros hacen con ella. Mírate de arriba abajo.
No
vale engañarnos porque será sólo por un rato. Puede que ese rato dure unos
meses, unos años, incluso una década pero alguna vez veremos…y entonces amigo
mío…no hay vuelta atrás. Lo sientes. Te sientes. Lo sufres. Te sufres. Y justo
en ese tiempo piensas en qué momento empezó todo y te das cuenta de que todo
empezó antes de lo que pensabas. En ese instante, te das cuenta también de que
hay cosas que solo suceden una vez y que por mucho que te esfuerces ya nunca volverás
a sentir lo mismo.
Nunca
más.