La
única forma de liberarnos de lo que nos hace daño es aceptando. La aceptación
implica comprensión, quietud y serenidad frente a lo que se resiste a marchar.
No
es fácil. Ni mucho menos pero estoy convencida de que es el único camino para
alejarnos de lo que aprieta por dentro.
La
frase “ lo que resiste, persiste” es un hecho. Cuanto más pensamos en lo que no
queremos, en nuestros miedos, en las inseguridades… mas se manifiestan en
nosotros. Más se niegan a ir, más pisan el alma, más nos subyugan, mas nos
determinan.
Aceptar
no es resignarse. No se trata de una sumisión pasiva a lo que no podemos
cambiar. Se trata de entender a la otra parte, pero sobre todo de entendernos a
nosotros mismos. Y si esto no es posible, al menos darnos un tiempo de vacío
donde poder serenar nuestra queja y suavizar el dolor.
No
es fácil “aceptar” pero no hay otro camino. Lo que queda después de la resistencia es el
mismo resultado que si lo hubiésemos integrado pero con una cuenta de dolor añadido que nos
perjudica mucho.
En
definitiva, aceptar supone un mecanismo
de autodefensa. Se trata de protegernos, de ser cómplices de nuestro bienestar,
de cuidarnos a nosotros mismos y de velar por nuestra serenidad.
Si
tener pensamientos recurrentes sobre el temor que nos causa algo o la ira o el
rencor hacia alguien nos induce a un malestar perpetuo hay que hacer algo. Lo
primero ser consciente de que existe el problema. Más tarde analizar y
priorizar si realmente es más importante que nuestra armonía y si responde a la
magnitud que le asignamos.
Frecuentemente, con la distancia se ve todo
mucho más pequeño. Por tanto, tomar distancia. Separar los hilos que nos pegan
a ello y abrir el pensamiento para ponernos en el lugar del otro. Si aún así
seguimos sintiendo lo mismo no queda más remedio que retirarnos por un tiempo y
optar por dejarlo ir sin resistirnos a marchar detrás.
No
sé cómo se hace. Solamente me sé la teoría pero estoy segura que saberla es un
buen comienzo para empezar a aceptar lo que venga.